Carolina, la microbusera que rompió las reglas de
un trabajo “solo para hombres”
Esta es la historia de una mujer que rompió un sinnúmero de
leyes del patriarcado salvadoreño: ser microbusera, algo que es considerado
"trabajo de hombres".
Sentada en el asiento del motorista de un microbús de la ruta
42-B, esta mujer llamada Carolina Martínez está rompiendo un sinnúmero de leyes
del patriarcado salvadoreño. Carolina, de tez morena, bajita y de cuerpo
rollizo, se dedica a hacer un trabajo “solo para hombres”: echar a andar un
microbús que, como ya es de vasto conocimiento popular, son conducidos por
choferes que con poca o casi nula dificultad pasarían el filtro para manejar en
una película de “Rápido y Furiosos”.
Se doma el pelo con una cola de caballo alta, hace una aberración
que ningún microbusero haría en sus cinco sentidos: ponerse el cinturón de
seguridad; y mientras acelera, empieza a contar que empezó trabajando en esto
hace diez años.
Primero estuvo en la ruta 46-C en esas enormes busetas donde hizo
sus “pininos” manejando, maniobrando, haciendo piruetas en los recovecos de un
patio grande y después en las calles de San Salvador. Más tarde trabajó en la
101-B y por último, desde hace unos cinco años, en la 42-B, microbús.
La historia de cómo Carolina terminó conduciendo microbuses quizá
suene menos chocarrera si se tiene en cuenta que lo primero que manejó fue un
enorme pick up Cheverolet Huston, cuando apenas tenía 20 años. Montada en esa
máquina hacía las veces de jinete para domar a los toros metálicos.
Sin embargo, por ruda que se le pueda imaginar, Carolina no
siempre tuvo trabajos de peso pesado. Antes fue secretaria en una pequeña
empresa y se vestía con faldas cortas y se pintaba las uñas. Hasta que un día,
su tío, un empresario de transporte de la ruta 46-C, le ofreció el cargo de “supervisora”,
un puesto que no sonaba mal de entrada. Aceptó.
A los pocos días de estar como “supervisora” cayó en cuenta de que
había sido engañada. Supervisar, según el marco conceptual de su tío,
significaba cobrar los pasajes para asegurarse que ni el motorista ni el
cobrador le robara las monedas. Entonces se dio cuenta de que su oficio, en
verdad, era ser cobradora de una buseta.
-En esos días a saber cuánta gente se fue debiendo el pasaje –
dice mientras sonríe –, pero yo solo veía que me daban el montón me monedas por
todos lados.
Así pasó dos años, colgada de los asideros que circunscriben las
puertas de las 46-C por el lado de afuera, cobrando los pasajes y golpeando las
latas con la palma de la mano mientras silbaba, cual jugador de fútbol callejero
en un partido, “dale” o “movelo” para que el motorista arrancara.
Al poco tiempo, por las vueltas que da la vida, Carolina quedó
embarazada de un hombre que la dejó sin mediar palabra al después de dejarla en
cinta. Tuvo un hijo a quien le puso de nombre Miguel y el apellido de su padre:
Reyes.
Mientras hacía tiempo para que su cría terminara de cuajar,
Carolina trabajó de reparar llantas en una empresa donde manejaba una pesada
máquina hidráulica que desinfla y separa el rin de una llanta de carro en diez
segundos.
A los dos años regresó al trabajo en el transporte colectivo, esta
vez manejando una coster de la 101-B que hace sus viajes desde los Alpes Suizos
hasta el centro de San Salvador. Luego de un año en esta ruta se pasó a la ruta
42-B y entró de “diyera”, del ´griego´ “el que hace días”, en los descansos de
los motoristas de planta.
Para este jueves uno de octubre, Carolina lleva 14 días sin
descansar, con turnos de 5 de la mañana a 7 de la noche y ni pestañea para
decirlo. Dice que solo los domingos pide libre porque asiste a la iglesia. “Una
voz en el desierto”, pero este último no se lo quisieron dar.
-Hoy salí a las 5:50 de la mañana – dice mientras revisa las hojas
de una libreta donde “el control” le apunta las salidas y las llegadas.
Enciende las luces del microbús y ve el reloj. Son las 7:00 de la noche.
Esa, justamente, es una de las cosas más difíciles de este trabajo
“para hombres”, según cuenta. Pasar sentada durante lapsos de 3 o hasta 4 horas
no es de cualquiera. Cada viaje desde Santa Tecla hasta el Centro Histórico de
San Salvador dura, sin tráfico, una hora y media, y en horas pico se puede
tardar hasta tres. El problema surge cuando, a veces, en la estación o “punto”
no hay más microbuses haciendo cola y le toca llegar, dar vuelta y seguir su ruta.
Así hasta dos o tres veces. En total hace cinco viajes al día.
En las rutas anteriores en las que trabajó no es que tuviera pocos
problemas. Cuenta que la discriminación es un factor que la acompaña todos los
días en su trabajo, pero no fue sino hasta un día en que estacionaba su coster
frente al parque San Martín de Santa Tecla cuando un control, que de por sí
siempre la ignoraba cuando la veía pasar, estalló en cólera al verla y le dijo
que le molestaba que una mujer anduviera haciendo el trabajo que solo un hombre
podría desempeñar.
-Yo lo que siempre he creído es que no es un hombre o una
mujer quien puede hacer un trabajo sino todo el que tenga la capacidad. Y yo
tengo la capacidad de hacer este trabajo – contesta, frunciendo el seño, como
si en su mente estuviera viendo al sujeto.
-¿Y qué es lo que le gusta de este trabajo? – le pregunto.
-La emoción –responde escueta, como si tuviera la respuesta en la
punta de la lengua.
-¿Emoción?
-Sí, por la velocidad, la competencia y eso de tratar de llegar a
la meta todos los días.
A la meta que se refiere Carolina es referida al salario. El
patrono que la ha contratado le prometió un pago proporcional a lo que haga en
el día, por lo que su “meta” se ha convertido en superar los 40 dólares por
viaje y así recibir al menos 25 diarios por sus hasta 14 horas de trabajo.
Aunque a veces puede ganar hasta $40 en un día.
Aunque no se considera una mujer que maneja a la ofensiva, no
niega que en este medio se ve obligada a “defenderse” de la competencia
agresiva que no duda en “aventarle el carro a ella”.
Sobre los peligros del oficio Carolina responde primero con un
suspiro y luego deja salir solo una palabra: “muchos”.
-La calle es peligrosa y la gente es loca. A un compañero lo
mataron porque se le metió a un carro en una cruz calle. Más adelante lo
alcanzó el otro carro y se bajó el hombre con una pistola, se subió como
cualquier pasajero y le disparó – dice como quien dice llover.
Pero Carolina no viaja sola. Ahora viaja acompañada de su hijo
Miguel, quien después de ir a la escuela se cambia de ropa y se sienta en el
puesto del copiloto para ayudarle en el oficio a su madre.
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